El retrato by James O. Curwood

El retrato by James O. Curwood

autor:James O. Curwood
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras
publicado: 1918-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo XV

Diez días después de la noche en que penetró en la habitación misteriosa del Chateau, David y el Padre Rolando se dieron la mano por última vez en la Casa del Puercoespín Blanco, junto al río Cochrane, a doscientas millas del Lago de Dios. Su despedida fue algo más que un apretón de manos. El misionero no se esforzó en hablar en aquellos momentos. Su trineo estaba dispuesto para el viaje de regreso y ya se había cubierto el rostro con su capuchón de viaje. Tenía la impresión de que David no volvería más. Era probable que regresara en el otoño próximo a los países civilizados y al poco tiempo olvidaría. Y, como le dijera durante el último día y antes de llegar al Cochrane, la marcha de David equivalía para él a la disgregación de una parte de su propio corazón. Al soltar la mano de David parpadeó y desvió la mirada. La voz de éste también estaba trémula de un modo raro. Y comprendió que el misionero reflexionaba.

—Volveré, Mon Perè —le gritó cuando el Padre Rolando se alejaba en dirección a Mukoki y los perros—. Volveré el año próximo.

El Padre Rolando no miró hacia atrás, hasta el momento de emprender la marcha. Entonces se volvió y agitó una mano enguantada. Mukoki oyó un sollozo en su garganta. David quiso gritarle sus ultimas palabras de despedida, pero le faltó la voz y así también, a su vez, agitó la mano. Hasta entonces no había sabido que pudiese existir entre los hombres una amistad como aquélla, y mientras el misionero se alejaba de él, disminuyendo cada vez más su tamaño a medida que se acercaba a la oscura linde del lejano bosque, sintió un miedo repentino y una gran soledad, un temor de que, a pesar de sus deseos, no volviesen a encontrarse, y la soledad que experimenta un hombre cuando ve que un mundo se ensancha entre él y el único amigo que tiene en la Tierra. ¡Su único amigo! El hombre que le había salvado de sí mismo, que le señaló el camino a seguir y que le hizo luchar. Es decir, más que un amigo, un padre. Por esto no se esforzó en detener la entrecortada exclamación que llegó a sus labios. Le contestó un leve gemido, y al mirar a sus pies vio a Bari acurrucado en la nieve, a cosa de un metro de distancia. “Mi dios y mi amo”, decían los ojos de Bari al mirarle. “Aquí estoy”. Era como si David hubiese oído estas palabras. Tendió la mano, y Bari se acercó a él en tanto que su enorme y lobuno cuerpo temblaba de alegría. No estaba solo.

A poca distancia de él esperaba con sus perros y con un trineo el indio que había de llevarle hasta Fond du Lac, en el lago Atabasca. Era un sarcee, uno de los últimos de su tribu casi extinguida, y tan viejo que su cabello era de un color blanco sucio; además estaba tan delgado que más parecía un indostánico muerto de hambre.



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